La Casería Nueva era referencia en la familia de mi madre, pues habían vivido allí durante varios años y entonces se contaban anécdotas familiares de cosas que hacían los tíos Néstor o Alberto o alguna hermana. Pero la Casería Nueva que yo me podía imaginar hacía referencia a un sitio feo, oscuro, frío, estrecho; de casas que olían a cocido y olores humanos fuertes. Una calle partida a la mitad porque la otra mitad pertenecía a la vía del tren del norte o Renfe y a donde confluían callejuelas estrechas de vida húmeda y pobre con muchos chiquillos jugando en la calle y las chimeneas en aquellos tempranos años cincuenta echaban humo sin parar. Pero en esos años mis abuelos ya vivían en la carretera general cerca de la Plaza de La Alquilería y allí fue donde yo nací. Era una casona de planta baja con una puerta de cuarterón tradicional asturiana dividida en dos partes y que daba a una sala de suelo de cemento con cuadradillo como si la masa hubiese sido cubierta por tela de saco para producir algún tipo de decorado que rompiera con la rudeza del puro y simple cemento de color crema. En esa sala se reunían mi madre y mis tías y mi abuela y allí cosían los lunes o simplemente hablaban de lo que pasaba en el pueblo y se sabían todas las historias de unos y otros y sus casorios y cortejos y enfermedades y oficios y despedidas y rupturas y nacimientos y muertes. A veces dos de ellas se asomaban a la puerta y apoyadas en la hoja inferior miraban el paso de algún entierro o de algún matrimonio que por allí pasaba y entonces a veces se aparataban disimuladamente y comentaban entre ellas quiénes eran esa pareja y todos los pormenores de su vida.
Y en esa sala asistí a un drama colectivo que fue cuando mis tíos Paco y Norma se tenían que ir a la Argentina como emigrantes y aquella tarde todas las tías y la abuela lloraban a lágrima tendida y yo no sabía lo que estaba pasando pero los lloros de la gente mayor me parecían extremadamente trágicos y de una gravedad que me producía terror. Mi prima Isabel también se iba a pesar de que solo tenía unos meses de edad y estaba cubierta con una manta de cuadros negros y blancos como un ajedrez. Pero esa misma sala era fría de invierno y no había quien aguantara así que normalmente la familia ocupaba la otra sala interior donde estaba la cocina alimentada por un fogón de carbón grasiento que se pegaba como el chicle cuando empezaba a arder; y, todos nos sentábamos alrededor de la mesa o en cualquier rincón y se hablaba de muchas cosas y casi siempre mi padre y mis tíos solían estar ausentes porque los hombres salían a tomar algo y el mundo de las mujeres y los hombres eran dos mundos diferentes. Pero los chiquillos teníamos que estar al cuidado de las mujeres a pesar de que el mundo de nuestros padres y tíos parecía más interesante, más dentro de una realidad seria donde se conectaba con lo importante de la vida, el trabajo de la mina, el mundo del poder, el fútbol y otras cosas. Era un mundo más independiente, más prometedor, de más alcance. El mundo de las mujeres se reducía al cotilleo continuo sobre la vida de los demás, al interés por la ropa, la limpieza y la cocina y eso era muy aburrido; y más cuando nos sacaban de paseo por la calle Doradía o el parque Adanero y teníamos que sufrir el incesante control de distancias y de mochicones cuando trasgredíamos las normas de no poder soltar la mano para soltarse a correr, a saltar, a ver los patos y luego perseguir las palomas para acabar mirando el curso de las aguas negras, grasientas y malolientes del río Nalón. Al final todos acabábamos en la cocina de casa de mi abuela Maite para cenar una enorome bandeja de patatas fritas con huevos y a veces algún chorizo frito.
Los patos del parque ahora residen en el rio...hasta parecen mucho mas felices. Les va bien el agua limpia.
ResponderEliminarNunca me imeagine que llegaria a ver el Nalon de un color que no fuera negro.