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martes, 29 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (17). La calle Doradía y la escuela municipal.

Salí de la iglesia y me puse a caminar por la calle Doradía. La calle Doradía es una calle tranquila y elegante y yo creo que siempre lo fue. No sé ahora, pero en mis años de infancia era el escaparate de Nolan. Allí estaba el teatro Rozada, la librería la Escolar, la imprenta la Moderna, casa el Triste; un restaurante al lado de las escuelas que ya no recuerdo su nombre, la emisora del Frente de Juventudes de la Cadena Azul; el mercado ganado que ya empezaba a ser levantado para edificar las viviendas de los Bloques Rojos y el cine Falguera. Yo no conocí el cine Falguera, pues lo acabaron en años posteriores cuando ya vivíamos en Madrid. Había más tiendas, pero ya no me acuerdo de sus nombres. La gente paseaba con gusto por la calle Doradía para luego seguir por la Plaza de la Iglesia, la actual calle de la Indiana o en su lugar la actual Venturo Prodi, y así entrar en la plaza del Ayuntamiento, para más tarde seguir por el parque Adanero. Por lo menos ese era el circuito que seguían mis tías cuando salíamos de paseo cogidos de la mano. En la calle Doradía era fácil ver a fulanito o menganita vestidos de tal o cual manera, con algunos kilos de más o con algún aspecto de sus vidas alterado y por tanto pasaba a ser un motivo más de conversación o cotilleo. En la calle Doradía la vida provinciana gozaba de su mejor esencia y estilo. No era una calle muy larga pero daba mucho de sí. Y en la calle Doradía estaban las escuelas municipales de Nolan.

Empecé a la escuela en el año 1954, recién cumplidos los cuatro años y ya sabiendo leer y casi escribir. Mi madre me había enseñado a leer con una cartilla un poco todos los días, y el hecho de que en casa había libros ayudaba mucho a sentir estímulo por la lectura. Mi padre era de la familia el único que tenía libros en casa. En casa de mis abuelos no había ni un libro. En casa de mis tíos o tías tampoco. No se leía nada, salvo el periódico, quien lo leía. Es triste tener que recordar que la mayoría de la gente no leía un puñetero libro. Lo que ocurría en mi familia debía de ser una tónica general. Todavía hoy día, en el presente, pienso que se lee muy poco en comparación con los países más avanzados. Leer nunca fue una afición española, pero opinar pretendiendo saber de todo, sigue siendo un vicio español muy acusado. El caso es que un día oscuro de septiembre entraba en la clase de párvulos de la escuela municipal de Nolan, pabellón de niños; todavía cogido de la mano de mi madre y sin ninguna gana de soltarme para entrar en aquel mundo desconocido de pupitres de madera, de orden y disciplina, de espacios fríos alumbrados por bombillas con pantalla blanca cuando el cielo se encapotaba para llover, y eso era lo normal en Nolan. Pero tuve que soltarme por la fuerza y con lágrimas y en la pared había un crucifijo y un cuadro de Franco y al otro lado del crucifijo había otro de un señor más joven y de entradas, que luego descubrí se llamaba José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. En la mesa de la señorita, que se llamaba doña Olga, había una hucha de barro con la forma de un negrito africano y una vara de  avellano que le servía de puntero y de ocasional toque de atención cuando la golpeaba sobre la mesa. La “señorita” de párvulos era una señora de unos cincuenta años de aspecto triste y de pocas palabras. Poco interesante ocurrió en mi año de párvulos para verme en la imposibilidad de contar algo. Si recuerdo que se leía en voz alta y que repetíamos todos también a coro la tabla de sumar y luego rezábamos bastante poniéndonos de pie; y, la “señorita” nos contaba cosas sobre las misiones y los santos y los niños pobres de África que necesitaban de nuestra ayuda. A veces había algún chiquillo que metía una perrona en la ranura de la cabeza del negrito. El aula era oscura pues las ventanas daban al patio interior y otra al patio exterior pero que no lograba iluminar bien todo el espacio de aula. Cuando íbamos al váter nos veíamos allí delante de un agujero que apestaba a orines y excrementos añejos, no importaba el mucho agua que se echara tirando de las cuerdas o cadenas de unas cisternas puestas a bastante altura para un niño y que además metían un ruido siniestro cuando soltaban y cargaban. Mi hermano ya llevaba tiempo en la escuela y aquel año empezaba con don Macrino Collada en segundo. Don Macrino era amigo de mi padre y llevaba la biblioteca municipal. Además era esperantista y un hombre culto. Lo recuerdo siempre con sus gafas gruesas y su andar parsimonioso. Nunca tuve la suerte de ir a sus clases de segundo porque antes de eso ocurriera ya nos habíamos ido a vivir a Madrid. A don Macrino lo veríamos muchos años más tarde pasear por las calles de Gijón, hasta que un día me enteré que había muerto ya muy mayor.

El Director era don Ramiro, un señor pequeño de estatura, de pelo blanco, cara más bien ancha y colorada. Llevaba gafas y se movía con bastante nerviosismo. Don Ramiro tenía un carácter colérico y en ocasiones, si nos pillaba haciendo algo prohibido, tal como subirse a una ventana, o decir alguna palabrota, nos atizaba un par de fuertes bofetones en la cara y nos dejaba los papos calientes por un rato. Además usaba la vara de avellano con cierta generosidad. Para ello metía al condenado en su oficina situada a la entrada del pabellón y allí le daba una buena paliza correctiva que le habría de servir de lección extra. Don Ramiro enseñaba cuarto. Al año siguiente empecé primero con don Franciano. Este maestro era un hombre de carácter gris, de unos cuarenta años, tirando a calvo y que además siempre vestía un traje gris, o al menos así lo recuerdo siempre. Contrario a lo que era el aula de párvulos, el aula de primero era muy luminosa. El ocupaba una esquina del edificio y las ventanas daban todas al patio exterior. Don Franciano se paseaba por la clase con su vara de avellano explicándonos las lecciones de la enciclopedia Grado Elemental de la editorial Dalmáu Carles. Cuando nos pillaba desprevenidos nos atizaba un varicazo en la cabeza o en el hombro y seguía. Todas las clases comenzaban, y esto también en párvulos, cantando todos el Cara al Sol y otros himnos del Alzamiento Nacional, seguidos luego con rezos como el Padrenuestro, el Ave María y el Credo. Ello implicaba también el santiguarse con el “porla”, o sea, “por la señal de la santa cruz, ruega por nosotros, etc.” y “en el nombre del Padre.y del Hijo, etc.” Don Franciano tenía la sana costumbre de discriminar en función de quien le hacía favores, tal como traerle una buena vara de avellano cuando la anterior rompía; o, también el privilegio de sentarse cerca de la estufa de leña para aquellos que traían leña de casa. Con don Franciano aprendíamos a sumar, restar, dividir, multiplicar; geometría, historia, etc. Todo ello estaba ya programado en la enciclopedia elemental y la cuestión era seguir el libro. Para escribir usábamos una pizarra que había que rellenar con pizarrines. Los pizarrines podían ser “de piedra” o de “manteca”. Los pizarrines de piedra eran duros y a veces rechinaban produciendo dentera; los pizarrines de “manteca” eran blancos, suaves y sensuales a la hora de escribir. Ocasionalmente escribíamos algo con plumas a las que se adosaba un plumín que mojábamos en los tinteros. Algunos ya tenían alguna estilográfica de tinta azul, pero en esos años todavía no existía el bolígrafo bic. Los tinteros se rellenaban de vez en cuando con una botella de tinta que se guardaba en un armario, pero escribir con tinta era algo excepcional. El lápiz se usaba para la caligrafía. Los había normales y también de tinta; es decir, lápices que al mojarlos con saliva o agua se disolvía la punta en tinta. Eran unos lápices odiosos y poco usados, por suerte.

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