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lunes, 7 de marzo de 2011

EL EXTRAÑO MUNDO DE UNA MADRUGADA ASESINA

Sonó el despertador, se tiró de la cama, se dirigió a la cocina a hacer un café y un par de huevos revueltos con dos tostadas; luego se lavó, se afeitó se vistió, dijo adiós a Robbie que todavía dormía; bajó las escaleras y se fue al coche que estaba aparcado en el aparcamiento del complejo de apartamentos. Había nevado de nuevo y toda la Buckner Lane estaba blanca. Blanca y silenciosa. Eran las seis menos veinte de la mañana y todavía noche cerrada. Noche cerrada. Hacía un frío atroz. Frío de frentes polares que visitaban el norte de Texas de vez en cuando directamente desde Canadá a través de las Grandes Llanuras centrales sin montaña alguna capaz de parar el viento helado, cortante, sigiloso y penetrante. Quitó el hielo del parabrisas con cierta dificultad usando un rastrillo de plástico. Fue conduciendo con cuidado, con la radio puesta y la música rock bañando el interior del coche. Otro día en la ciudad de Dallas de aquel ya lejano invierno. Lejano, es verdad, lejano; pero gracias al lenguaje, a las palabras, al recuerdo vivo que viene en mi auxilio; puedo yo ahora como si fuese un dios capaz de viajar en el tiempo, describir a mi personaje todavía joven y verle desde arriba, desde un lado; de frente o desde atrás, metido, él ─ mi personaje ─ en su Volkswagen escarabajo rojo sintiendo el frío profundo hasta que la calefacción comenzara a calentar. A los cinco minutos se desviaba hacia la autopista 80 East por una entrada con huellas de coches recientes que facilitaban el acceso aunque con ciertos amagos de deslizamiento. Luego fue la entrada sin problemas a la autopista vacía, sin tráfico todavía pero con rodadas de camiones que hacían posible alcanzar las 45 millas por hora y así llegar a tiempo al trabajo, al gigantesco Town Mall; el centro comercial donde estaba Sears.

Iba solo. Circulaba solo y no se sentía seguro. Pero lo raro era que en aquel momento se sentía solo en un mundo extranjero y extraño. La autopista estaba oscura, el frío era glaciar; las praderas y los bosques que iba atravesando por su lado derecho mostraban una blancura fantasmagórica y espectral. Qué mundo más extraño e insólito es este, pensaba él, mientras cubría las cinco millas para luego enlazar con la circunvalación 635 North de seis carriles y la música rock dejaba ya paso a las crispantes voces de la publicidad. Fue entonces cuando de repente vio dos luces lejanas por el espejo retrovisor, pero al poco tiempo como si se tratara de enloquecida estrella fugaz las luces inundaban todo el interior del coche como si fuese el resplandor de una bomba. Sintió miedo, pavor, quizás pánico. La boca se le secaba y el pie del acelerador le temblaba sin apenas control. Las luces ahora bailaban con el vaivén de un cambio de largas a cortas mientras un monstruoso y descomunal camionazo se acercaba peligrosamente a el parachoques trasero. Las luces le cegaban, le desestabilizaban, le hacían perder el control. Era una situación de shock infernal que requería pronta solución antes de que el coche se saliera de la pista al intentar frenar o dar un alocado bandazo que lo haría estrellarse irremisiblemente contra el arcén, los bordillos; o, mismamente, salir catapultado fuera de la autopista contra cualquier sitio: prado, árbol, las aguas heladas de un río o arroyo, quién sabe. El camión parecía querer tragarle, asesinarle, aplastarle con furor criminal, pero todo fue como un resplandor de esperanza en medio del mismo infierno. De repente vio la salida a la 635 North y con una destreza fruto de un paroxismo milagroso giró resbalando a su derecha y pronto ya estaba subiendo la rampa que se iba elevando con sigilo hasta permitir ver las lejanas luces de los rascacielos gigantescos del centro de Dallas. Se había salvado por los pelos. La vida volvía a ser un milagro. El corazón se fue sosegando. El sudor frío tardó más tiempo en calmarse. Fue entonces descendiendo hacia la 635 North y al poco tiempo llegaba la Town Mall para aparcar, entrar en la ciudad climatizada y en minutos fichar a la hora en punto en Sears.

Ese fue mi personaje en aquella madrugada de invierno en Dallas. Mientras estaba escribiendo esto recordaba el rostro de mi personaje todavía bastante joven, con sus ilusiones de futuro, con su gana de estudiar y trabajar; con sus idealismos a flor de piel, con sus fricciones y contradicciones. Pero el recuerdo me ha llevado a una inquietante absorción en el tiempo que me ha hecho temblar. He revivido el horror de nuevo y mi protectora tercera persona se ha vuelto mi yo. Mi yo que me ha sumido de nuevo en aquella horrorosa vivencia para hacerme llorar y temblar de miedo en aquel coche solitario de una madrugada fría y hostil.

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