Durante el paseo de ayer pasé por donde había estado la casa de la abuela Maite en la Avenida Cárdenas , muy cerca de la Plaza de La Alquilería. Y digo la abuela Maite porque en la familia asturiana la mujer era el centro o eje más importante de la familia y aunque mi abuelo Isaac estaba allí presente la mayor parte de las veces, él era un hombre silencioso y reservado que observaba y miraba desde un rostro seco de tez morena, la piel dura y curtida y su boina siempre cubriendo la cabeza poblada de pelo grisáceo. Su cuerpo era enjuto y más bien pequeño de estatura y en aquel entonces recién se iba a jubilar después de muchos años trabajados como carpintero en la Sociedad Anónima del Nitrógeno. Era un hombre metódico que debido a la úlcera de estómago que padecía solía tomar bastantes dosis de bicarbonato y cuando partía la barra de pan bregado lo hacía con su navaja de un modo ceremonioso y relajado. Comía poco y bebía solo agua con las comidas. Cuando masticaba la dentadura postiza producía un lijero cliqueo que ya formaba parte de su personalidad. Por otra parte mantenía una proverbial sobriedad con el dinero y sus gastos eran los mínimos que le permitían comprar el periódico y su tabaco barato. Era posible también verlo liar sus cigarrillos de caldo tan ceremonioso como con su forma de comer parsimoniosa y en silencio casi siempre enfundado en un traje oscuro ya viejo y holgado. Más tarde malogró su gusto por el tabaco sustituyendo el caldo Ideales por las cajetillas del matarratas llamado Peninsulares, que era lo más barato que existía en los estancos de entonces y valía 3,50 pesetas la cajetilla. El humo de los peninsulares rascaba las gargantas de los nietos que más tarde y a medida que íbamos creciendo nos juntábamos alguna vez en la casina de la Casería Nueva, barrio adonde habían vuelto mis abuelos, después de verse forzados a desalojar la casa de La Alquilería por motivos de derribo y construcción de pisos y entonces un tal Juanín que era dueño de la casa los obligó a marcharse dando con sus cuerpos y los cuatro muebles de los que disponían a una casuca pequeña, tan pequeña como una chabola pero manteniendo la decencia, la limpieza y el calor de una casa a pesar de todo. Pero entonces yo ya tenía más de doce años y cuando visitaba a mis abuelos lo hacíamos en familia todos los fines de semana desde Liérnares en tren con Ramiro y Esaú a cuestas porque eran pequeños. Allí nos seguíamos viendo y cenando patatas fritas los primos Julio, Mariela y Cristian de Atilania, Antonio de Santa Clara, Toni, Isabel y Jano de de Gijón; y Lucía y Ester de Solmero; pero ya íbamos creciendo y la vida iba cambiando y recuerdo el día en que mi padre había comprado un atlas de Aguilar en la librería La Escolar de Nolan y en ese atlas ya aparecían los países de África recién independizados en moderna cartografía y además aparecían los países árabes de la RAU e Israel y Pakistán Occidental y Oriental y para mí aquel atlas marcaba un antes y un después del mundo que había conocido en el atlas anterior de la editorial Bruño, que por viejo lo habíamos ya arrinconado en la biblioteca del piso de Gijón y donde África era todo un territorio colonial de fronteras indefinidas y la India y Pakistán eran todavía el Gran Indostán inglés. El mundo cambiaba y yo enseguida ya trabajaba en Gijón con 14 años.
Ayer volvía a hacer el recorrido de la Salve, donde sigue el edificio de pisos de los tempranos años sesenta con su bajo comercial ya vacío por la crisis, a la Casa Nueva habitada en parte y deshabitada en otras partes, pero allí sigue la casuca de los abuelos ahora utilizada como almacén de algo indefinido, como chabola o tendejón de uso material y el tren sigue pasando y en una esquina de un edificio hay una salón del Reino de los Testigos de Jehová y los gitanos e inmigrantes ocupan rincones del barrio y la vida sigue a los sesenta años, aunque todavía me quedaba por visitar Cuetos siguiendo el nuevo camino asfaltado que sigue el riucu de la Casa Nueva.
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