Desde muy temprano me llevaron al Teatro Victoria a ver cine y la primera película que recuerdo era “Alicia en el país de las maravillas” de Walt Disney en dibujos animados. Aquella película me resultó muy difícil de digerir porque veía a los muñecos animados como seres deformados y gomosos, actuando en sitios intrigantes bajo tierra; metidos en una trama que no entendía y que además me angustiaba en grado sumo. ¿Por qué el miedo? ¿Por qué desde tan temprano hemos de sufrir el miedo? ¿Por qué miedo y temor y no otra cosa? Alguien me puede decir que esas preguntas no tienen sentido, pues la vida es así y punto. Pero uno tiene que hacer preguntas a esta vida porque hay bastante en ella de perverso, de maligno, de indiferencia; que si se analiza desde cierta distancia no resulta tan indiferente si ello comporta sufrimiento: criaturas vulnerables que pueden derivar en cualquier cosa, pero muchas veces crueldad, estupidez, engaño, confusión y horror. De todas maneras es importante que nosotros nos podamos hacer estas preguntas y hacer juicio moral de aquello que nos resulta cruel y monstruoso.
Después de la película volvía a casa al cuello de uno de mis padres y luego era la cueva. La casa-cueva donde vivía, crecía, dormía y me ponía enfermo con fiebre y luego tenía pesadillas. Recuerdo las pesadillas febriles que me llevaban a soñar con un gnomo o enanito malévolo sacado del arsenal de Walt Disney quizás o a saber quién era ese maldito enano que yo llamaba el sueño, y trataba de explicar a mi madre que soñaba con el Sueño, y que el Sueño se me aparecía en la cocina al otro lado del pasillo abierto al cielo; y que el maldito Sueño me quería meter por un agujero que estaba debajo del armario azul claro donde mi madre ponía la vajilla, los tazones y los cazos. Y estas pesadillas se repetían una y otra noche en un niño inocente, débil; que había de sufrir o morir como un perro como les sucedía a otros, para que el Universo sea, exista, o se sorprenda así mismo de lo mucho que puede llegar a ser consciente. El enano maldito me lograba empujar a su mundo subterráneo con los seres gomosos y deformados de “Alicia en el país de las maravillas”. Despertaba conmocionado a altas horas de la noche en plena oscuridad y mirando a las ventanas que daban al pasillo abierto y todo estaba oscuro o iluminado por la luz mortecina de la noche en un cielo estrellado o lluvioso. Al lado estaba mi hermano Jacob que dormía su propio sueño y en la cama de enfrente estaban durmiendo mis padres. Más allá del tabique estaba el macho dando alguna coz que otra contra el suelo.
Después de la película volvía a casa al cuello de uno de mis padres y luego era la cueva. La casa-cueva donde vivía, crecía, dormía y me ponía enfermo con fiebre y luego tenía pesadillas. Recuerdo las pesadillas febriles que me llevaban a soñar con un gnomo o enanito malévolo sacado del arsenal de Walt Disney quizás o a saber quién era ese maldito enano que yo llamaba el sueño, y trataba de explicar a mi madre que soñaba con el Sueño, y que el Sueño se me aparecía en la cocina al otro lado del pasillo abierto al cielo; y que el maldito Sueño me quería meter por un agujero que estaba debajo del armario azul claro donde mi madre ponía la vajilla, los tazones y los cazos. Y estas pesadillas se repetían una y otra noche en un niño inocente, débil; que había de sufrir o morir como un perro como les sucedía a otros, para que el Universo sea, exista, o se sorprenda así mismo de lo mucho que puede llegar a ser consciente. El enano maldito me lograba empujar a su mundo subterráneo con los seres gomosos y deformados de “Alicia en el país de las maravillas”. Despertaba conmocionado a altas horas de la noche en plena oscuridad y mirando a las ventanas que daban al pasillo abierto y todo estaba oscuro o iluminado por la luz mortecina de la noche en un cielo estrellado o lluvioso. Al lado estaba mi hermano Jacob que dormía su propio sueño y en la cama de enfrente estaban durmiendo mis padres. Más allá del tabique estaba el macho dando alguna coz que otra contra el suelo.
Otras veces las pesadillas febriles consistían en que me levantaba y me dirigía hacia la radio que estaba encima de la mesa de la cocina y en de la radio salían ruidos como si surgieran de un mundo que nada tenía que ver con mi realidad de niño. Eran ruidos que provenían de aquellos cables y piezas internas que parecían tripas misteriosas de animal con sus luces de ojo mágico y el cristal que marcaba las emisoras. Temblaba, tenía miedo y volvía a dormir. ¿Por qué? Durante mi infancia padecía de anginas con mucha frecuencia y cada mes o poco más me venía una crisis que había que soportar como normal. Como parte de la vida. En alguna ocasión mi madre me llevaba al médico al ambulatorio de La Felguera y allí me pinchaban y luego venía el practicante, un señor alto con entradas, y me volvía a pinchar y sentía el dolor agudo de la aguja en la nalga y todo ello era odioso en grado sumo.
Pero no todo era pesadilla en la cueva de La Carbonera, a veces salía el sol y era domingo e íbamos al parque Adanero y mi padre nos compraba el Yumbo de la semana con el faunito Pepino y el Conejito Atómico que volaba y decía ¡Sazam! cuando pasaba de ser Pip a conejo atómico con superpoderes. Otra versión del Superman. Luego estaba Don Topete y el elefante Yumbo. Nolan entonces adquiría color y mi padre era una persona buena que nos llevaba por muchos sitios y veíamos el río Nalón de color negro grasiento y olor a azufre. O los patos en el parque y el monumento a la Carbonera y un busto de un señor que se apellidaba Adanero y daba nombre al parque. O nos llevaba mi padre a Jacob y a mí al Teatro Victoria donde echaban las sesiones de infantil, aunque ya desde muy pequeños íbamos los dos solos sin que nadie se preocupara por nosotros porque entonces no había motivo para tener tal precaución obsesiva por la seguridad de los niños. Mi madre con paciencia me fue enseñando a leer en casa y a los 4 años ya podía leer las historietas del Yumbo e incluso las vidas de los hombres célebres que figuraban en un libro titulado: “Cuando los grandes hombres eran niños”.
Pero no todo era pesadilla en la cueva de La Carbonera, a veces salía el sol y era domingo e íbamos al parque Adanero y mi padre nos compraba el Yumbo de la semana con el faunito Pepino y el Conejito Atómico que volaba y decía ¡Sazam! cuando pasaba de ser Pip a conejo atómico con superpoderes. Otra versión del Superman. Luego estaba Don Topete y el elefante Yumbo. Nolan entonces adquiría color y mi padre era una persona buena que nos llevaba por muchos sitios y veíamos el río Nalón de color negro grasiento y olor a azufre. O los patos en el parque y el monumento a la Carbonera y un busto de un señor que se apellidaba Adanero y daba nombre al parque. O nos llevaba mi padre a Jacob y a mí al Teatro Victoria donde echaban las sesiones de infantil, aunque ya desde muy pequeños íbamos los dos solos sin que nadie se preocupara por nosotros porque entonces no había motivo para tener tal precaución obsesiva por la seguridad de los niños. Mi madre con paciencia me fue enseñando a leer en casa y a los 4 años ya podía leer las historietas del Yumbo e incluso las vidas de los hombres célebres que figuraban en un libro titulado: “Cuando los grandes hombres eran niños”.
Luego en la casa-cueva oíamos las novelas de la radio y me acuerdo de una serie llamada el Coyote, de un tal José Mallorquí y la imaginación volaba con el Coyote por los paisajes de México y Texas. También la serie de Pepito Grillo que realizaba el langreano José León Delestal y otras más que no me vienen a la mente. La casa-cueva tenía una pequeña biblioteca donde había libros de todo tipo y novelas de Julio Verne y cómics en catalán que mi padre había traído del Batallón de Trabajadores de Lérida después de la guerra y el catalán gozaba de afectividad en nuestra casa pues mi padre había hecho buenos amigos catalanes durante su estancia en el campo de concentración y se correspondía por carta con Claudi Rams de Batea, Tarragona. A los cuatro años ya había empezado a ir a la escuela sabiendo leer con cierta normalidad.
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