Opté luego por coger la calle de La Carbonera en dirección a El Palomar. Torcí donde casa Antona y empecé a andar cuesta arriba. Si tuviera que poner un color a esos escenarios de mi infancia el color sería el gris. La tonalidad era gris. Los cielos de Nolan eran casi siempre grises y húmedos. Cuando uno camina guiado por los recuerdos va viendo dos realidades a la vez. La realidad presente es la puerta de entrada a esa otra realidad etérea que la mente va reconstruyendo y visualizando. Esos eran casi los mismos escenarios a los que fue despertando mi conciencia en mi más temprana infancia: el manantial cristalino de una conciencia que empezaba a manar y las cosas se reflejaban en una interioridad de emociones y sentimientos instantáneos que incitaban al juego, al miedo, a la alegría, al terror, a la ilusión desnuda o a la misma crueldad contra cualquier bicho. Había temor o repulsión a ciertas personas o animales, pero también vibraciones de confianza hacia quienes iba considerando amigos. Mi primer amigo creo que fue un gato. Mi tía-abuela Marta, que vivía en el primer piso de una casa al lado de la cueva donde vivíamos mi familia, tenía un gato negro y blanco que yo acariciaba con ternura. Pero antes de llegar a la casa o mejor dicho a la cueva donde a los pocos días de nacer me llevaron a vivir, tuve que recomponer un poco el paisaje urbano ya que faltaban casas en la actual calle de La Carbonera. Faltaban un par de casas con galería que incluía una especie de cabina de madera con un ventanuco que era el váter común. Eran casas construidas ya pegando en la misma ladera del monte que a partir de allí subía y subía la pendiente montaraz hasta cotas de altura media. Aunque en Asturias, uno puede subir y luego subir más conectando monte con monte, prado con prado, aldea con aldea y bosque con bosque hasta alcanzar paisajes salvajes y vistas inmensas a valles estrechos. Ese era el misterio de Asturias y los críos que nacíamos entre esos montes podíamos adquirir una conciencia de continua interrogante ¿Qué hay más allá, papá? ¿Qué hay después de ese monte?
Las casas pegadas a la ladera del monte eran ya viejas de aquella y de endeble construcción. Eran casas oscuras o semioscuras donde vivía gente pobre que hablaba muy alto y parecían vivir en la misma calle porque se gritaba desde las ventanas para llamar a los vecinos o a los niños o se cantaba a voz en grito y se cocinaba dejando salir olores fuertes de cocidos que llevaban una mañana entera el cocerlos. En una de ellas vivía una mujer portuguesa a quien llamaban La Porta. Y, en la misma galería, o al lado (no recuerdo muy bien); vivía una chiquilla de mucho remango y muy viva que cantaba o llamaba a su tía y a la gente que pasaba por la calle, y yo no acertaba a verla más que allí en la galería o a través de un ventanuco oscuro de su casa por donde sacaba la cabecina y miraba con ojos brillantes. Ya no recuerdo su nombre pero ahora asocio esa criatura a alguna desgracia, algún raquitismo o alguna enfermedad incurable; y, ahora reconstruyo las casas que siguen inspirándome cierto temor a pesar de que ese mismo espacio ahora lo cubre el asfalto de la calle y un muro de contención para posibles derrabes del monte. Era un lugar lóbrego construido donde no se debía de haber construido nunca, pero los espacios del barrio de La Carbonera se ocupaban sin remedio y, fuera de lo que era el trazado de las calles, se pegaban unas con otras mezclándose y formando rincones fríos y húmedos, carboneras de carbón siempre mojado, tendejones poblados por alguna rata, y más abajo pasando el puente del trole las casas estaban habitadas por gitanos ya afincados en el barrio que guardaban sus bestias por las partes traseras de las casas.
Aunque no todas las casas eran así y la casa de mi tía abuela Marta era una casa normal con habitaciones normales y olor a bolas de naftalina y además tenían ventanas también normales que dejaban pasar la luz y se veía la calle y mis primos segundos Nolo y Karmo dormían en habitaciones soleadas y además subían por una escalera con pasamanos de hierro forjado y macetas a un lado y otro que daban cierta belleza al lugar. Pero en frente, a mano izquierda según se subía a la barriada de La Palomar, estaba el comercio de Manoli y Ambrosio también pegando contra el monte con menos peligro que la casa de la Porta, porque por detrás y unos metros arriba, pasaba el camino que llevaba a las aldeas del monte y hacía de amortiguador en caso de derrabe. Manoli era una señora pequeña y regordeta, con mucho carácter y mucha popularidad en un barrio donde todos la conocían porque allí se compraba el aceite servido a granel que se sacaba del bidón con una bomba de cilindro de cristal accionada con una manivela y a mi me gustaba ver cómo Manoli o Ambrosio (de ojos pequeños, pelo rizado, cara grande y rojiza; y dientes ya echos polvo a sus cuarenta y tantos años) movían aquella manivela y el aceite espeso de soja se vertía en una botella como si de un bello ritual se tratara. Allí también se cortaba el bacalao seco sazonado con un cuchillo de acero inoxidable brillante sujeta la punta a un eje de un aparato de madera que facilitaba la sujeción de los cortes secos para luego pesar los trozos que posteriormente en casa se habían de remojar. Y también estaban a la vista las sardinas salonas aplastadas en una caja redonda que rezumaba un olor fuerte y todo en aquella tienda parecía rezumar olores fuertes y duros en una época dura de pobreza y algo de humildad y clases sociales todavía bastante diferenciadas y la dictadura de Franco como trasfondo con sus falangistas y guardia civil de tricornio y mala leche y los municipales de correaje, sus curas, sus crucifijos, el miedo, una guerra civil todavía reciente.
Manoli vestía el mandilón de tendera oscuro y brillante y Ambrosio un mandilón azul claro tirando a gris. Casa Manoli había también desaparecido sin dejar rastro. Aquella casina tan pequeña y tan llena de víveres con chocolatinas incluidas y el pan bregado que la gente encargaba y entonces Manoli, cuando llegaba el pan, salía afuera a la calle y a voces anunciaba a tal y cual vecina que vivía más arriba, que el pan bregado ya había llegado. Curioso momento evocado por el recuerdo.
Manoli vestía el mandilón de tendera oscuro y brillante y Ambrosio un mandilón azul claro tirando a gris. Casa Manoli había también desaparecido sin dejar rastro. Aquella casina tan pequeña y tan llena de víveres con chocolatinas incluidas y el pan bregado que la gente encargaba y entonces Manoli, cuando llegaba el pan, salía afuera a la calle y a voces anunciaba a tal y cual vecina que vivía más arriba, que el pan bregado ya había llegado. Curioso momento evocado por el recuerdo.
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