Fui caminando por la calle La Carbonera abajo. Pasé el paso a nivel y vi la nueva plaza de abastos. Luego, unos metros más adelante, estaba la iglesia. Hay una foto de los temparanos años cincuenta, donde sale la familia Maldonado delante de la recién renovada iglesia de Nolan. La foto fue tomada con motivo de la boda de los tíos Alberto y Maribel. Todavía no había nacido alguno de los nietos, pero yo ya estaba allí con tres años. Todos mis tíos son jóvenes y parecen muy alegre. Se puede ver también a Riosa, un buen amigo de Alberto y la familia. La iglesia de Nolan es una imitación de la catedral de San Ponce; y, de hecho, está dedicada a dicho santo patrón. Entré y estaban celebrando una misa. El cura era joven, pero a su lado había un cura más mayor. Habría unas cuarenta personas, casi todas mayores. No se ve juventud en las iglesias católicas españolas; o, si la hay, yo no nunca he visto jóvenes, con la salvedad de algún funeral. Pero en mi infancia la iglesia estaba llena a rebosar los domingos y muchos éramos niños y jóvenes. El cura párroco de Nolan era Don Dámaso. Era un señor alto y de fuerte voz, con cierto carisma entre sus fieles. Solía empezar un canto con voz profunda de monje agustiniano, que decía así: “Parroquia de Nolan, parroquia querida, etc..” A misa teníamos que ir porque si no íbamos, entonces podríamos tener problemas en la escuela con el Director. Habría que dar explicaciones y no era la mejor época para dar este tipo de explicaciones motivadas por problemas de conciencia. O se era católico, o si no se corría el peligro de pasar a ser sospechoso de rojo y la guerra estaba todavía reciente y los falangistas todavía controlaban ciertas esferas de poder y los curas como Don Dámaso sabían todo lo que se cocía en el pueblo y no era conveniente que llegara a saberse lo mucho que se odiaba a la Iglesia en nuestra casa. Así que Jacob y yo íbamos a misa como buenos niños acompañados en algún momento por mi padre o madre, ya no recuerdo, pero más tarde éramos Jacob y yo nada más y mis padres se escaqueaban como ya empezaban a hacer los mayores, sobre todo los hombres, cuando la cosa se fue relajando y el control de la higiene espiritual fue a menos. Pero los niños sufríamos el control de la escuela y entonces había que ir a misa y al catecismo para ser normales y no sufrir ningún tipo de discriminación, ni llamada al orden a mis padres.
Recuerdo las misas largas y aburridas y no entender nada porque estaba todo en latín salvo el sermón de Don Dámaso. Pero había algo que hasta el día de hoy ha persistido en mi psique: la sensación de elevación espiritual en los espacios sagrados. Mientras la ceremonia de la misa se celebraba yo me quedaba mirando el retablo rico en imágenes y escenas sacadas de los evangelios. Había cierta magia en todo aquello, en el sagrario, en la copa dorada, en el ritual, en la liturgia; en los cánticos; pero también había rechazo por las connotaciones que todo ello tenía en su relación con el poder, con los falangistas, con los uniformes militares, con Franco. Yo vivía la religión con una intensa dicotomía. Por un lado mi temperamento era religioso, pero por otro, yo era hijo de ese pueblo vencido, de esa cuenca minera doblegada por la guerra y la represión. Quizás ese fuera un sentimiento generalizado en todos los chiquillos de las cuencas mineras asturianas y en la mayoría de la gente. Por un lado la oficialidad de un régimen impuesto a sangre y fuego; y, por otro los sentimientos de odio y resentimiento de un pueblo que seguía recordando y viviendo las epopeyas de un pasado todavía reciente, con sus héroes y mártires, con sus batallas; algunas ganadas temporalmente, y, las demás, perdidas en forma de fusilamientos masivos, torturas y cárcel.
En la escuela recibíamos una versión oficial de las cosas, pero en casa recibíamos la otra versión: la versión de los vencidos, de los que no creían en la Iglesia ni en Dios; de los que veían a la Unión Soviética como baluarte del comunismo y la garantía de nuestro futuro socialismo. En mi casa se oía la Pirenaica con veneración, como si fuese un culto religioso. Mi abuelo Isaac escuchaba la Pirenaica metiendo la oreja por la radio y así lo hacían cientos y quizás miles de personas en Nolan. Luego, al día siguiente o los fines de semana, se comentaban las noticias de “la Pire” con un sentido de oculta religiosidad, de mesianismo reprimido; de esperanza de futuro en “los nuestros”. En la Cuenca del Nalón la alternativa a Franco no era la democracia liberal. No existía tal tradición en Nolan. Lo nuestro era la letra de la Internacional; himno wagneriano de futuro y esperanza. Y eso ya lo vivíamos de pequeños de manera soterrada y clandestina. Pero había ese algo en la religión cristiana que me llamaba la atención y me sigue llamando. Algo en aquellas lecturas de historia sagrada que hacíamos en la escuela sobre la vida de Caín y Abel, de Abraham, de Moisés, de David y Goliat; y más tarde de Jesucristo. Luego el Diluvio Universal y Noé. Eran lecturas sobre leyendas imperecederas de hombres que se tomaban la vida muy en serio y con mucho valor en el nombre de Dios. Me gustaban aquellas historias.
Karmo, mi tío segundo, hijo de Marta; era catequista de la iglesia. Jacob y yo íbamos al catecismo, pero yo no me acuerdo mucho del catecismo quizás porque dejamos de ir al cabo de un tiempo, tan solo sé que había rifas y se hacían excursiones. Una excursión del catecismo fue a Laviana para bañarse en el puente de la Chalana y fue Jacob con ellos en el tren de Langreo. Era un mes de verano y mi madre le preparó un bocadillo de tortilla con chorizo, lo envolvió con papeles de periódico y lo metió en una caja de zapatos.junto con fruta y una servilleta. Recuerdo que hacia las cinco de la tarde llegaron rumores de que alguien se había ahogado en la Chalana y mi madre salió a esperar a Jacob a la calle y en la calle de la Carbonera se comentaba el incidente con cierto miedo. ¿Quién sería? ¿Cuándo llegarán los del catecismo? Sé que fue una espera larga hasta que llegó Jacob sano y salvo después de haber pasado un buen día en Laviana, en el puente de la Chalana.
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