Ya sé lo que tengo que hacer para superar la valla que me impide ver la casa-cueva. Me dije. Subiré por el camino que se dirige a La Foriata porque pasa precisamente delante de la cueva subiendo pendiente y desde allí podré divisar el panorama de nuevo. Así que seguí mi paseo cuesta arriba en este extraño año 2011. Según sigo, y mirando al cielo, me vinieron a la memoria aquellos momentos en los tempranos años cincuenta cuando toda la gente salía a ver un avión sobrevolando a una altura desde la que era casi imperceptible. Salían las vecinas a la calle con el mandil puesto y los maridos alguno en mono y los chavales y los niños, todos mirando con la mano derecha de visera hacia un objeto metálico brillante que se perdía entre las nubes para volver a salir, y que si mirabas con mucha precisión y constancia podías decir que habías visto un avión volando. Seguí por La Carbonera arriba y a menos de cien metros torcí por el camino de la Foriata o Les Cames y vi la fuente donde mi madre cogía agua cuando no había agua en casa, pues muchas veces marchaba el agua y en esa fuente todas las vecinas llenaban sus calderos de hojalata para uso doméstico. Entonces podían llevar hasta un caldero en cada mano e incluso un balde una vez puesto un rollo de trapo protector en la cabeza. Y esa era también la forma de transportar la ropa cuando iban al lavadero municipal las mujeres y allí se peleaban con los bombachos de la mina dándoles golpes contra la piedra, y luego poco a poco y entre conversación y cotilleo, se iba haciendo toda la colada. A veces las mujeres se ponían a cantar y nosotros correteábamos por los alrededores junto al riuco. Y luego al acabar vuelta a cargar con la ropa en dos baldes grandes, uno a la cabeza con el rodillo enrollado y apoyado en la cadera. El lavadero estaba situado cerca del riuco de la Casería Nueva donde la actual Primera Travesía de La Carbonera se curva para unirse a la Segunda Travesía.
Sigo caminando un poco hacia arriba subiendo la pendiente del monte y me doy cuenta lo mucho que cambia la percepción de las distancias de cuando uno era niño a cuando uno se hace mayor. Lo que de pequeño me parecía lejos o muy lejos ahora me parece una distancia de metros; a veces de escasos metros. El camino está ahora cubierto por una capa de cemento, pero entonces era una caleya de piedras por donde subían los machos y las mulas con los ensillares preparados para subir mercancía de todo tipo, sobretodo material de construcción para seguir construyendo esas casas encaramadas en las laderas de los montes, que ahí siguen desde aquella época rodeadas de pequeñas huertas. Esas casinas de monte salpican las laderas de las cuencas mineras formando aldeas o cogollos indefinidos construidos en su época sin más estética o proyecto que la necesidad de vivir en algún sitio barato. Las bestias subían ladrillos, cemento, tejas o bloques de piedras y, si había alguna tienda o bar por allí arriba también aceite, vinagre, y vino en pellejos. A mi me daba pena ver cómo les pegaban con palos de avellano cuando se quedaban atascadas en el barro o cuando apenas podían con la carga por la fatiga. El mundo era así. Sin coacción no habría sociedad que funcionase. Lo malo era y es quién impone la coacción y cómo. Pero nadie nos salva, a las bestias y a los humanos, de la imposición por la fuerza; de los palos en los lomos cuando estamos fatigados, hastiados o desganados. Me situé entonces a la altura de la casa-cueva y efectivamente la vista era bastante aceptable. Podía ver todo el panorama desde el solar limitando con la Casería Nueva hasta la calle La Carbonera. El solar era curiosamente la parte trasera de la calle La Carbonera. Pude comprobar que mi hipótesis de la casona descrita anteriormente podía ser cierta. Allí estaba la terraza alargada, pero era imposible ver la parte trasera de casa Olga. Me conformaba con aquello. Ya no estaba el terraplén que subía directamente de la casa-cueva a la altura del camino donde yo estaba. Todo eso había desaparecido con el muro de contención de hormigón con el que está protegida la calle en al actualidad. Seguí caminando para arriba y el camino serpenteaba y se bifurcaba y aquello prometía una buena excursión con Ana y con una mochila cargada de bocadillos de tortilla de chorizo y una botella de vino.
Recuerdo que para que no nos alejásemos de casa subiendo por estos caminos, nos metían miedo con el chupasangres o el cuélebre. Y una vez mi hermano Jacob (tres años más mayor que yo) y yo nos escapamos por esos caminos y fuimos a dar a una caleya cegada por matorrales y ortigas que no tenía salida. Jacob me dijo que podía haber venir el cuélebre y yo me cagaba de miedo sin saber qué hacer imaginándome el cuélebre como una culebra grande que podía salir en cualquier momento y mordernos. Nunca más se me ocurrió escaparme por aquellos andurriales cuesta arriba en dirección a los montes de Dios. Aunque un día de primavera y cielo soleado fuimos toda la familia y Aladino Mayoral, un amigo poeta de mi padre, monte arriba por los caminos de piedra hasta más allá de La Foriata y después de una alegre mañana caminando nos sentamos en un prado a comer tortilla y beber de una bota de vino y luego todos jugamos o exploramos el territorio. Aladino contaba historias o recitaba poemas con su boina siempre puesta y su sentido del humor a flor de piel. De esa excursión en el año 54 queda memoria en una foto.
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