Hay una foto guardada en algún sitio donde se ve a un grupo de alumnos de la Escuela Municipal de Nolan vestidos con mandilón y un abrigo. La foto está hecha en el patio y se puede comprobar que es un día de invierno a juzgar por los gruesos abrigas que llevan puestos los chiquillos. En ella está Jacob. Hay, luego, fotos individuales hechas por un fotógrafo profesional donde salgo yo sentado en un pupitre e imitando una postura de estar escribiendo con pluma estilográfica. La foto de grupo con esos abrigos tan gruesos me lleva a los inviernos tan crudos de Nolan, cuando era normal que nevara unos días al año. Cuando hacía mucho frío mi madre cerraba la cocina de casa-cueva a cal y canto y ponía una bayeta bajo la puerta para que no entrara el frío por la rendija. Una vez dentro y con el fogón a pleno rendimiento, incluso con la chapa al rojo vivo, podíamos leer tebeos o jugar al parchís o al ajedrez. Mi madre también solía planchar con aquellas planchas de hierro fundido que se ponían a calentar en la chapa de la cocina. Cuando teníamos un catarro nos ponía cataplasmas o a hacer vahos en la cama cubiertos con una manta, y; una cacerola con agua casi hirviendo y un generoso puñado de hojas de laurel o eucalipto flotando. Para cenar mi madre nos daba muchas veces fariñas de maíz. Las fariñas las solía comer a base de mochicones en las piernas ya que las odiaba tanto que por voluntad propia hubiere muerto de hambre antes de tragarlas. Mi madre echaba cucharadas de leche para asimilarlas mejor, pero hasta el día de hoy recuerdo las papillas de maíz como un castigo del infierno. Tampoco me gustaba la sopa de ajo que también había que tragar a base de riñas y forcejeos. La carne se comía muy de vez en cuando y de pescado las sardinas, los hombrinos y el bacalao seco puesto a remojar era lo que más comíamos. Luego, les fabes, los garbanzos, los fréjoles con tomate, sopa de arroz o a veces paella. Apenas se comía pollo pues era muy caro. El aceite con el que se freía era de soja y se vendía a granel. Una vez mi madre compró una botella de aceite de oliva que había valido la formidable cantidad de cien pesetas, pero por alguna razón accidental, se le escapó de las manos a Nolan no sé porqué razón, el caso es que la botella cayó y se rompió en mil pedazos y las cien pesetas de aceite rodaron por el suelo formando lagos y ríos que hubo que limpiar con lágrimas en los ojos.
En la cocina había una despensa, que era como un armariuco pintado de azul claro, adosado a la pared a un extremo de la mesa de madera de la cocina. Dicha despensa sufría de continuos ataques y robos, a veces palnificados, por parte de Jacob y yo. Ante cualquier descuido de mi madre íbamos raudos a meter mano a los bizcochos, al chocolate y sobre todo al azúcar. Nos atracábamos a cucharadas de azúcar de tal manera que dejábamos el bote temblando. Cualquier cosa dulce o rica corría peligro de desaparecer, no importa los escobazos o alpargatazos que podíamos llevar en algún arrebato de desesperación e impotencia de mi madre. Entonce mi madre contraatacó mandando a mi padre que pusiera una cerradura al armariuco y así todo quedó cerrado bajo llave. Pero siempre había algún descuido y tal descuido era fatal para el azúcar, el chocolate; e incluso, el vino que en ocasiones guardaba mi padre. No había piedad por parte de aquellos incorregibles piratas. Entonces mi madre ante la imposibilidad de controlar aquella despensa decidió claudicar y dejarla abierta para siempre. Y, curiosamente, los atracones de azúcar, de bizcochos y de chocolate, duraron muy poco después de la desregulación y liberalización de la despensa azul. Simplemente, nos saciamos hasta sentir náuseas y luego ya nunca más echamos tras de ello.
Otra cosa que me llamaba la atención en casa era la máquina de coser Alfa que usaba mi madre. Siempre que podía descarrilaba primero la redonda cinta de trasmisión de piel de la rueda grande radial y luego le daba al pedal con las manos a la mayor velocidad que podía alcanzar. También me encantaba observar cómo mi madre bordaba la ropa, o, cómo cosía la endiablada máquina. Mi madre nos hacía la ropa, los pantalones cortos, los calzoncillos de lienzo; tejía los jerseys y hacía blusas tipo japonés que usábamos los veranos. A veces miraba los patrones que utilizaba y las revistas o folletos que tenía sobre moda y me resultaban aburridas. Allí no había personajes como en los tebeos; era todo rígido y tan artificial como las estatuas del parque. Mis tías y mi madre dedicaban mucho tiempo a hablar de trapos, de coser, de moda, etc. Cuando nos bañaba usaba un balde grande donde nos metía en pelotas y aquello que no se quitaba con la mano lo quitaba con un estropajo de esparto que escocía. El jabón era un jabón fuerte tipo chimbo. Mi madre siempre decía que teníamos roña en el cuello y esa roña había que quitarla con el mayor rigor higiénico, ya que esa roña era como un estigma social que había que evitar a toda costa. También jugaba por casa con cajas de zapatos que convertía imaginariamente en un autobús urbanos que iban haciendo rutas por toda la casa-cueva. Jacob y yo fabricábamos un tren hecho de botes de sardinas ovalados que juntábamos con un bramante como si fuesen vagones, y luego con otro bote cilíndrico de tomate, colocábamos una manivela de alambre fuerte que iba enrollando en movimiento de tracción los "vagones" y de retracción al devolverlos vacíos a cualquier punto de partida. Si había algún camión de madera u hojalata le hacíamos un agujero en la parte delantera y así lo movíamos por todos los sitios.
Otra cosa que me llamaba la atención en casa era la máquina de coser Alfa que usaba mi madre. Siempre que podía descarrilaba primero la redonda cinta de trasmisión de piel de la rueda grande radial y luego le daba al pedal con las manos a la mayor velocidad que podía alcanzar. También me encantaba observar cómo mi madre bordaba la ropa, o, cómo cosía la endiablada máquina. Mi madre nos hacía la ropa, los pantalones cortos, los calzoncillos de lienzo; tejía los jerseys y hacía blusas tipo japonés que usábamos los veranos. A veces miraba los patrones que utilizaba y las revistas o folletos que tenía sobre moda y me resultaban aburridas. Allí no había personajes como en los tebeos; era todo rígido y tan artificial como las estatuas del parque. Mis tías y mi madre dedicaban mucho tiempo a hablar de trapos, de coser, de moda, etc. Cuando nos bañaba usaba un balde grande donde nos metía en pelotas y aquello que no se quitaba con la mano lo quitaba con un estropajo de esparto que escocía. El jabón era un jabón fuerte tipo chimbo. Mi madre siempre decía que teníamos roña en el cuello y esa roña había que quitarla con el mayor rigor higiénico, ya que esa roña era como un estigma social que había que evitar a toda costa. También jugaba por casa con cajas de zapatos que convertía imaginariamente en un autobús urbanos que iban haciendo rutas por toda la casa-cueva. Jacob y yo fabricábamos un tren hecho de botes de sardinas ovalados que juntábamos con un bramante como si fuesen vagones, y luego con otro bote cilíndrico de tomate, colocábamos una manivela de alambre fuerte que iba enrollando en movimiento de tracción los "vagones" y de retracción al devolverlos vacíos a cualquier punto de partida. Si había algún camión de madera u hojalata le hacíamos un agujero en la parte delantera y así lo movíamos por todos los sitios.
A veces mi madre nos llevaba a Atilania a casa de la tía Amalia. Ir a casa de Amalia era dar un largo paseo atravesando Nolan para luego tirar por la carretera de Mieres casi un par de kilómetros, y así llegar a la barriada de Atilania, donde vivían mis primos Julio, Mariela y el pequñín Cristian. Amalia siempre nos daba algo de merendar y mientras ella y mi madre hablaban de sus cosas, nosotros jugábamos por el barrio hasta el oscurecer. Recuerdo Atilania y los juegos con mi primo Julio con alegría; ir a verlos era como un oasis que nos sacaba de la rutina de Nolan. El marido de Amalia era Nino y a mi los dos tíos y los primos de Atilania me resultaban buena gente con buen carácter. La vuelta a Nolan la hacíamos ya de noche y entonces podíamos contemplar con cierto respeto y misterio los hornos de Duro Felguera sacando coladas de hierro fundido y luego el infernal ruido, con bramidos incluidos, de los trenes de laminación o el vaciado de las coladas en los grandes crisoles. A mi aquello me metía miedo, sobre todo cuando salían llamaradas que iluminaban el cielo alrededor como relampagos. También íbamos a veces a Vega del Entrialgo o a Solmero a ver a la tía Natalia y a mi prima Lucía. Una vez fuimos por las fiestas de la Virgen del Lago y nos lo pasamos de cine montando en los caballitos, yendo a la cama tarde y luego al día siguiente era la emoción de estar en un mundo diferente donde nos consentían todo por un par de días. Creo que esos días también estaba mi primo Felipe.
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