Volví a contemplar la casa-cueva o la cuevona desde la calle La Carbonera después de recorrer las callejuelas del barrio y la orilla del riuco. Miré hacia abajo hacia el paso a nivel de la Renfe y me acordé de la frase que usaba la gente de La Carbonera: bajar a Nolan, ir a Nolan. Una vez mis padres bajaron a Nolan con mi hermano Jacob a hacer un recado. ‘Hacer un recado’ era una frase muy usada también por los mayores cuando tenían que ir a un sitio indefinido o dar una disculpa para acabar una conversación intrascendente. También se nos decía a los chiquillos cuando uno de los padres se iba de casa a hacer algo. Así fue que una tarde quizás de otoño, pues ya oscurecía más bien pronto, y aunque todavía no hacía frío sin embargo ya estaba el tiempo fresco; pues mis padres se fueron a hacer un recado con Jacob de la mano y yo había quedado en la cama durmiendo. Fue entonces en aquel anochecer cuando de repente desperté y no vi a nadie. No estaba nadie. Ni mis padres, ni Jacob. Estaba todo oscuro y ¡estaba solo! Salí entonces al pasillo de cielo abierto y empecé a llorar de pánico: el cielo oscuro y las sombras me envolvían en forma de un miedo visceral que me hacía sudar de terror. La puerta de entrada al pasillo estaba cerrada con llave y también la oscura cocina estaba cerrada. Debí de gritar muy fuerte porque al poco tiempo desde las ventanas de la primera planta de la casa que daban al pasillo, sentí la voz de Olga que me llamaba y me decía: “No llores fiyín, tus padres se fueron a hacer un recado y vienen en seguida.¨ Pero yo seguía llorando y llorando sin consuelo alguno hasta que pasado un tiempo largo mis padres y mi hermano hicieron acto de presencia y las luces volvieron a encenderse y mi madre me calmaba y todo había sido como una mala pesadilla a los tres o cuatro años, pero fue una pesadilla de la que todavía me acuerdo con todo detalle. Fue un sentimiento de casi absoluto abandono en un mundo de soledad cósmica. Quizás mi peor experiencia de lo que es vivir esa soledad inhóspita de un mundo que puede llegar a ser totalmente indiferente a la vida humana.
Recuerdo también los días que Jacob y yo caímos enfermos de la llamada viruela loca y el cuerpo se nos llenó de postillas y la fiebre subía con delirio y entonces soñé una vez que mis tíos Luis y Miguel venían a visitarnos un día soleado y Miguel tenía el cuerpo en forma de coche de choque que se deslizaba por el pasillo y su cabeza pelirroja era como la de un cabezudo de las fiestas de San Ponce. Y también el día que mi padre quemó viva una rata que ya hacía tiempo merodeaba por la casa y alguna vez había entrado en la habitación. Fue una mañana de un día festivo al despertarme cuando de repente vi a mi padre con una escoba persiguiendo al peludo y torpe animal que daba chillidos de pavor y al final, al verse arrinconado, se metió por un agujero que había debajo del bañal o pilón. Pero aquel agujero no tenía más que una salida y así fue como la rata quedó allí aprisionada dando chillidos bajo la tubería, y entonces mi padre sin dudarlo, enrolló hojas de periódico con un chorro de gasolina y prendió fuego al papel poniéndolo rápidamente en el agujero y la rata fue muriendo dando los mayores chillidos de agonía que jamás escuché en un animal o persona. Todavía me viene a la mente aquel drama matutino de un día gris en la casa-cueva hoy día tapada por un muro.
¿A dónde iban mis padres cuando hacían un recado? Mi madre solía ir a comprar a casa María o a la plaza de abastos y eso solía ser por la mañana. Cuando aun no había empezado la escuela me llevaba consigo y recuerdo bien el bolso del dinero que se abría como en forma de pinza con dos bolitas metálicas que se aprisionaban y quedaban trabadas. A mi me gustaba abrir y cerrar ese bolso de piel ya muy gastada. Mi padre solía recoger encargos para grabar en la relojería de Cormas en la plaza La Alquería y solía ser por la tarde. Pasábamos por lo que entonces había sido el mercado ganado y que al final de nuestra estancia en Nolan antes de ir a vivir a Madrid, quedaba en obras para construir lo que luego sería el cine Felguer y las viviendas de los Bloques Rojos. Quizás la obra de más impacto urbanístico modernista de Nolan en aquellos años. Recorríamos parte de la calle Doradía, pasábamos por la parada del autocar que iba a La Ponte: un autocar azul y blanco más bien pequeño con escaleras en la parte trasera que subían al techo, donde había algún asiento de madera y barandillas protectoras para impedir que se cayera la carga o equipaje. Bajo la escalera iba la rueda de repuesto colgada. El autocar tenía el morro alargado de perro típico de los autobuses de la época. Luego, ya entrados en la plaza de La Alquería había una especie de tienda de aperos de labranza, material de trabajo y ferretería que quizás se llamare Cantalaroca, pero no estoy seguro porque Cantalaroca tenía una ferretería cerca de la antigua plaza de abastos. O quizás fueran las dos de Cantalaroca. Pues al lado mismo de esa tienda estaba la relojería Cormas regentada por un matrimonio del cual recuerdo bien a la mujer algo alta con gafas y de cuerpo muy femenino con piernas más bien rellenas pero bien proporcionadas. Los Cormas ya tenían allí preparados los anillos o las placas que mi padre habría de grabar en horas libres.
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